VI
Para poder escapar de mí mismo
y reconvertirme
para poder salir a la superficie
tuve que pelear contra
mi
peor enemigo
y una vez acabada
la lucha
ni él ni yo
volveré a ser los mismos
VI
Para poder escapar de mí mismo
y reconvertirme
para poder salir a la superficie
tuve que pelear contra
mi
peor enemigo
y una vez acabada
la lucha
ni él ni yo
volveré a ser los mismos
Vivo como una bola dentro de una mesa de juego. Soy zarandeado y agitado de un lado para otro sin ninguna oportunidad de escapatoria o posibilidad de acto de rebelión por mi parte. Siempre, siempre hacia abajo.
De vez en cuando algún que otro impulso me dispara hacia arriba, momentáneamente, para volver enseguida de vuelta a lo más profundo, al agujero.
Voy chocando continuamente con las paredes elásticas que me rebotan.
A veces caigo en trampas oscuras que se iluminan y me sueltan con una gran furia desatada de ímpetu e inercia.
Golpeado por las fuertes sacudidas de goma y plástico que me hacen daño. Difícil entender que su única intención es evitar que siga cayendo irremediablemente, perdiéndome para siempre en la oscuridad.
Aturdido por extraños y absurdos sonidos y ruidos y luces chispeantes y parpadeantes que me han convertido en un canto rodado imperturbable. Incapaz de moverme o poder alzar mi voz o mi grito de desesperación por encima de todo cuanto me rodea.
Atrapado entre el piso inclinado y el grueso cristal que me deja ver un mundo real y vivo. Cuánto desearía poder romper esta barrera y unirme a él.
Condenado a una eterna resurrección, disparado a través del estrecho cañón. Sin voluntad para poder tomar la decisión de detenerme, marchar hacia atrás o hacia delante. Condenado a no poder regresar jamás a mi rincón secreto.
Olvidado durante días, meses y años en la esquina de este viejo salón de juegos. Olvidado por mis viejos dueños. Vivo carente de interés para una nueva generación de hombres y mujeres. Imposible competir con sus modernas videoconsolas y juegos en red. Vivo como una bola atrapada dentro de una mesa de juego.
El que apaga el fuego que nace
del roce de la piel de dos amantes
y aparta del trono a los reyes de la ciudad
y de los bosques por igual
el hermano con quien todo hombre nace
vive y muere a la vez
mientras camina, corre
y tropieza por entre sus días
el que nos observa a cada instante
viéndonos jugar entre nosotros
y decide, celoso, jugar con nosotros
sin poder ser visto u oído jamás
la fría guadaña que va recortando nuestras ramas
y cercena nuestra raíces ante nuestros ojos
nos desposee de nuestro ímpetu de jabato
y nos conjura al gris crujido de una hoja marchita
el que derriba montañas
o entierra continentes
viajando a todos los sitios a la vez
sin estar nunca en ningún lugar
maldito
tú que apagas nuestro fuego
mientras congelas nuestros días