Cuando tengo que salir a hacer algún asunto a la calle, al mismo tiempo que me visto y me pongo el calzado, me armo también de paciencia. Me entra vértigo al pensar en salir ahí fuera y enfrentarme con todos los ríos de gente que, injustamente, han sido dotados de boca, ojos, pies, medio cerebro y deambulan de aquí para allá con sus bolsas, sus maletas y sus sombreros de gente extraña. Hay personas que andan despacio, como embobadas, sin saber exactamente a dónde van, parándose en mitad de la calle, estorbando. Jesús. Luego están los que se ponen a gritar a las viejas por un pequeño empujón o roce. Tienen un miedo casi ancestral a que se les toque.
Gente que cuando se enfada, grita. Cuando están contentos, gritan. Y cuando no tienen nada que decir realmente, gritan más alto para que se les oiga. Caminan buscando tiendas para comprarse más bolsos, más zapatos, más teléfonos móviles con enorme ansiedad. Con sangre en sus ojos. Igual que los yonkis que caminan por todas las ciudades del mundo en busca de su estrellita. Pero éstos no gritan, ni se suelen quedar parados embobados. Bueno, algunos sí.
Yo, camino despacio, porque las plantas de los pies me están matando. Tanto caminar, tanto caminar. Es casi de locos, “kafkiano” que dirían. Solamente parece que estás mentalmente sano si haces cosas que hace cien o doscientos años se considerarían locuras. Estar mentalmente sano es la nueva locura del siglo veintiuno. Debo de estar un poco loco, o quizás eso que dicen, haciéndome viejo.